Sobre 'Elegía Franca' de Rafael Acevedo | Por: Dr. José E. Santos
- Cuarta Hoja
- Apr 18
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Updated: Apr 18
El poeta conjura su temor a la soledad cuando se adentra disciplinado y tenso a la dimensión divina del amor. Sabe que esa dimensión es inabarcable, imposible de transitar y entender por completo por sus lectores. Lo es porque es solo suya. “Elegía Franca” de Rafael Acevedo, es el primer poema del poemario que lleva el mismo título. Dividido en once segmentos, reproduce la inquietud propia de quien vive al filo de perderlo todo, consciente del valor infinito que cada segundo aporta a la integridad de su ser. Lo cotidiano ha de profetizar y cumplir la labor del amante-héroe-poeta, ser que se sabe sencillamente humano e imperfecto, pero que ha reconocido la belleza en la verdad. Perder la verdad (lo elegiaco) se manifiesta subrepticiamente en esta crónica continua en que la palabra se hace vivencia, y la belleza se sorprende a sí misma.

El primer verso del primer segmento (“I”) del poema sirve de fundamento: “En mi lanza tengo el pan blanco” (Rafael Acevedo, Elegía Franca, San Juan, PR, La secta de los Perros, 2014, p. 7). “Escribo” invoca la voz poética. Ante el lector se alza la vocación que da sustento (lanza-pluma) como principio candoroso de la ejecución. Una segunda mirada inserta una definición sexual (lanza-falo). Podemos deducir que desde los inicios laborar y amar se han de complementar como proyección urgente.
En adelante, se van manifestando los elementos que complican y matizan el inicial aviso: “Quiero que pruebes el vino apoyada en ella / como antes del presente” (Ibid.). El vino es sustancia y además vale como placer. Se comunica así un intento de capturar tanto la atención como la delectación de la amada. En el verso “como antes del presente” detectamos un asomo de inestabilidad. Parecería indicarse que en el momento presente las cosas han cambiado o son diferentes. Esto daría al poema un sesgo de nostalgia. En los versos siguientes se refuerza un poco esta posibilidad: “Dejar nada al azar y al destino que no sea / quemarse con la verdad / de la belleza. / La belleza arde. / El amor es la belleza. / Quema” (Ibid.). No solo hay una invitación, sino que también se define el amor como belleza que transforma. Es el énfasis en la transmutación (arder-quemar) el elemento que une verdad y estética. Se desea así combatir cualquier nostalgia con una afirmación fija que rechaza lo vacilante.
En el segundo segmento del poema (“II”), el lector enfrenta un apego optimista de potencialidad: “Un cierto anhelo de morir / un poco entre tus piernas / y ver desde allí / las riberas del Aqueronte / florecidas de loto (Ibid., p. 8). Ese deseo de “morir entre las piernas” es polivalente. La representación sexual vale tanto como futuro y como nostalgia. La referencia al Aqueronte y a la flor de loto suponen un conocimiento previo. La voz poética no adivina. Entiende y confiesa su devoción en un espacio en que surcar el río de sufrimiento se da a través de la vitalidad sensorial. Esto se evidencia más en los versos finales: “Respirarte en el aire de la resurrección. / Eso me permite vivir aún” (Ibid.). El lector se enfrenta así a la posible noción de un paraíso perdido. La voz poética ha escogido combinar las tradiciones culturales como muestra del valor absoluto de la amada. De ahí la importancia de “resucitar”. En la voz poética se afirma el anhelo de que toda agonía sea solo un aspecto de una realidad reparadora y vital.
Este apego circunstancial se vuelve a ver en “III”. La voz poética es más concreta y el lector ya identifica unas coordenadas precisas: “Desde este lugar de piedras y río perdido / a ti, Franca, miro al ponerse el sol / en un naranja de dedos rosados” (Ibid., p. 9). La referencia es a la zona urbana de Río Piedras, antiguo municipio anexado a la capital, centro de la vida universitaria. Dos elementos podemos destacar de esta referencia. En primer lugar, es un centro urbano y comercial decaído (“lugar de piedras”), y en segundo, el referente inmediato, el “río”, corre como fantasma invisible (“río perdido”) por la geografía citadina. Ambos elementos aumentan la noción de la nostalgia y el temor de la pérdida. Identificado el lugar (su situación), la voz poética retrata su paisaje interior:
Allí distingo tus pasos breves
como ocurre en los campos cubiertos de flores
si se mira con el débil corazón
devorado ya por el lobo
que golpea el pecho con las patas
y me mira a los ojos diciendo
“el lobo es el lobo del hombre”. (Ibid.)
Busca un sesgo de aliento consumido por la duda. La mayor de ellas es la vulnerabilidad implícita de un corazón débil que enfrenta la poderosa imagen del lobo que se levanta y se adentra en la conciencia. Es admitir que será incesante el acecho del mundo, de su estela de lapidaciones conceptuales, río de conjeturas que inunda el río de la vocación y del deseo. La suma del golpe hecho de golpes obliga a la voz a alimentar el discernimiento cauto:
Yo solo puedo cantar que hay duelo en mi casa,
en mi cueva, en la tela violeta con la que la lluvia
no te deja danzar, fina como imaginar la Luna
como una fruta en la alta rama
que los recolectores olvidan
por temor a saber del sabor de lo eterno.
Extiendo la mano hacia tu rostro y hay una luz.
Pienso en claros incendios de la noche. (Ibid., pp.9-10)
La voz muestra una resignación polivalente, como la que se destila al amar a una persona, amar una idea, una visión de mundo amenazada (esa amenaza de las piedras que caen o que son lanzadas). El pensamiento negocia consigo mismo. Negocia un duelo. Imaginar la Luna es darle forma fija a la inconstancia. Así danza la amada, incapaz de ser asida en su duplicación sensorial y crítica. La lluvia impide. La fruta sigue intacta al final de la rama. Los recolectores no se aventuran a “saber del sabor de lo eterno”. Recolectores que son multitud alienada. Él, la voz, se sabe “yo”, se sabe recolector que siente el “incendio de la noche”. Extiende la mano, consciente de que el único conocimiento es el de la intensa inclinación.
Así se manifiesta en el tropel expresivo que es “IV”. El texto se proyecta como una nostálgica evocación de la abundancia:
El lago, un río del mismo nombre,
quisiera todo brazaletes de oro, cualquier cosa de marfil,
una joya adornada con el corazón nuevo
y estas manos en tus tobillos de aceite de cardamomo.
Recuerdo amarte
de la misma forma que los soldados ante los carros
uncieron caballos y la paz era tu boca
cerrada como un palacio en la madrugada.
Miraba con ojos incrédulos
y mi deseo quiso ser tus veloces corceles. (Ibid., p.11)
La voz poética reconstruye un espacio épico. El remanso evocado se vuelve palacio en el que reinaba la amada. Se identifica con los soldados, obediente en su entrega amorosa, disciplinada, estricta. La incredulidad llenaba sus ojos, lo que nos lleva a la noción de que este espacio (este tiempo) se ha perdido. El mayor anhelo es volver a sentir la “paz” del silencio en las madrugadas, instante de absoluta certeza, de propósito y de definición.
Anclado en esta evocación, en “V” la voz poética se reinventa en homérico mimetismo:
A la boda vendrán todos los dioses.
Les daré la noticia
de que por culpa de Helena
murieron Troya y los frigios
pero por ti, Franca, cruzo un mar de púrpura
braceando suave de seda los brazos
hechizados de los modos de la vida. (Ibid., p. 12)
Se asoma el poeta-héroe. La palabra será el mar, testigo de muertes y ansias de libertad. La voz ve en su devoción su axioma absoluto. Tras la troyana referencia, la voz nada en el “mar de púrpura”, trayecto que, tras insinuar históricas realezas, nos zambulle en el raudal de la imaginación, de la magia y de la creatividad. Nuevamente la apelación duplica los sentidos. El nombre de la amada nos recuerda que la verdad misma (o su búsqueda) es la vital y peligrosa materia del sentido (de los sentidos). Este es el hechizo de la lectura.
En “VI”, el texto da cuenta nuevamente de la insistente voluntad de la voz: “Quisiera devorar la ciudad, escupirla, / que de ella saltaran altares a los espejos que te nombran” (Ibid.,p. 13). La imagen es poderosa. La ciudad es un retrato mismo de la totalidad. “Escupir” la ciudad es reinventar el todo a partir de las ansias de la voz. La amada (la verdad, la idea, la ciudad misma, o simplemente “ella”), se verá multiplicada en sagradas enunciaciones. La voz insistirá. Es su tiempo, su instante supremo: “Quiero todo revestido de tierra / para tus pasos que seguiré con el ritmo del juramento” (Ibid.). La voz rescata su vitalidad, su decisión. Reviste de fecundidad conceptual y sensorial el camino de la amada (hacia ella, para ella, de ella). Jurar es ser. El segmento finaliza con un gesto esclarecedor: “Devorar la ciudad y obligarla / a honrar la belleza del viaje hasta ti” (Ibid). La voz se recapitula, vuelve sobre sí misma, proclama la circularidad obsesiva de su voluntad, para hacer desaparecer cualquier eco de la nostalgia.
Volverá en “VII”, sin embargo, el sosiego del amante imbuido:
Unos dioses felices celebran llamándote
“Montaraz domadora de ciervos”
y te imagino en los hermosos jirones de tela
que el Oriente obliga,
inventando un sobrenombre
que me declara tu siervo
y tu presa.
Tu siervo. (Ibid., p.14)
Coincide la relajación del tono con una admisión lúdica de sumisión. El respeto y la familiaridad se juntan para hilvanar lo que sirve como una transición al lirismo de los segmentos finales. Subyace la mítica figura de Artemisa, cazadora y domadora. En este sentido, la voz poética, hábil y circunspecta, enuncia en juego de palabras una dualidad liberadora. Hace dueña a la amada, a la vez que se declara “siervo”, de la misma forma en que diligente y sutilmente solemos acariciar para llegar al beso, al propósito igualador.
Este propósito se discierne en “VIII”. El segmento aventura hacerse eco del intérprete místico que habita siempre en toda voz interna:
En el laurel de oscuro follaje
y el verde olivo oscila
un modo de símbolos que interpreto
rechazando la esclavitud de la soledad,
amando la frescura de la sombra,
el calor, el ardor de la verdad que es el amor. (Ibid., p.15)
Así la voz poética define la escritura misma. Las palabras, ese “oscuro follaje”, son las que revelan su verdadera vocación, el ardor que es amar. La voz rechaza la soledad. Su versión de “la frescura de la sombra” desafía el beatus ille. La amada se impone sobre toda soledad. Su versión de la amada (su verdad) rige por sobre amenazas de nostalgia e inseguridad. Es el instante catártico. En adelante, el poema ofrecerá al lector un cierre recio y eficaz, en el que la voz empleará la dimensión mítica para afianzar su urgencia humana y absoluta.
Estas claves se van presentando en “IX”, donde lo absoluto prologa la gesta del poeta-héroe-amante: “No hay un lago que no tenga tu mirada / y el espejo en el que trata de imaginarte” (Ibid., p.16). La voz proclama la incesante multiplicación de la presencia, la que a su vez lo transforma y lo redefine. Solo la amada es abundancia: “El arte del agua y del otro lado el oro” (Ibid.). Las aguas quietas de un lago representan augurio, cristal y espejo abarcador. El oro es valor sustantivo, vital, verdad sembrada más allá de lo metafórico. Es entonces que la voz poética se anuncia sin titubeos: “Quisiera ser Píndaro de Tebas para afirmar / que no hay que ir al espacio a buscar otra estrella / más cálida que el sol” (Ibid.). Es “poeta de helénicas perfecciones” ese que usó el sol como símbolo de privilegio. El deseo lo hace real. Es quien canta a Franca (la verdad, la amada) desde el abecedario de sinceridades vividas y recordadas: “He estado allí estando a tu lado. / Le he robado el néctar y la ambrosía a los Inmortales” (Ibid.). Es singular la aseveración. La voz poética se parangona con los míticos ladrones. Al modo de Hermes, de Prometeo, de Autólico, consagra su gesto como don a los lectores. El poeta “roba”, no “crea”, si el sentido es divino. El segmento finaliza, sin embargo, con una advertencia poderosa: “Ahora, parece un castigo / este dardo doloroso / en medio de la espuma de los días” (Ibid.). Cae la voz poética y cae el lector. Ambos se saben imbuidos en la orilla que es toda evocación. Y el destino de toda espuma es deshacerse.
Y esta imagen final sirve para abrir el segmento “X”: “Allí donde vives hay espuma marina en los colores” (Ibid., p.17). La voz poética desea remontar su viaje y volverse a la otra orilla. Siente que el color se disipa, que la amada “olvida” o “cesa”. Afirma entonces su búsqueda del remedio: “Presto mi oído a tus palabras cuando duermes / y en silencio, para no abrumarte, le pido a Zeus / alguna palabra atrevida” (Ibid.). El lector va entendiendo el valor escondido de la vulnerabilidad. La voz poética busca el permiso cardinal en la deidad (la palabra suprema o la nada absoluta), a modo de quien sabe ya que la única comunicación íntegra proviene de la amada. Por eso busca la palabra precisa que rompa los silencios. El dios (la nada) contesta desde el tiempo ya perdido: “[É]l se sonríe y me pide que entre al mar / y al margen de lo que no debe ser de otro modo / susurrar una palabra:” (Ibid.). Estos versos sirven de puente al inevitable final (del poema, del amor, del sentido). La palabra que ofrece el dios es la admisión de lo que yace más allá del desenlace. La palabra “Coda” (secuela final) sirve de título al onceno segmento, que la voz poética construye como una súplica genuina: “No le pido a Delfos, sino a ti, / luna viva tejedora del naranja de los días, / que permitas a este poeta un regreso jubiloso” (Ibid., p. 18). La voz, ya poeta por su palabra, clama a la amada (su Artemisa), no a Apolo (la poesía, el sol), el regreso a la creatividad (en vida, de la vida, del amor). Es sincero reconocimiento de que el impulso es el firme motor del deseo. Esta dualidad se siente en los versos siguientes: “No tengo otro afán de riqueza / que el de convertir mi corazón en lo que quieras que sea” (Ibid.). Estamos ante los versos más intensos. La súplica va a la amada, quien sancionaría su reclamo al corresponder. La súplica va a la poesía misma, que “lo crea” al momento de crearse, hacerse. Así las cosas, los versos siguientes dan cuenta de la alienación en que se percibe (se sabe, vive), que bien desea abolir:
Me derrito, acarreo el alma como un garrafón de aguas dulces
Y te haré café antes de ver la luz del sol.
Busco un santuario para ocuparlo con la adoración a tu fuego.
No tengo otra patria que el aguacero.
Toda la ciudad que camino es nada. (Ibid.)
El deseo se vuelve deseo mismo. Ese intento de “hacer el café” antes del amanecer es su promesa, su intento de anteceder, de evitar cuando ya no es posible hacerlo. Se lanza entonces a la devoción monumental de su santuario. Es entonces que se frena. Si la patria es la lluvia, se escurre, se aleja. Si la ciudad es nada, la voz (el poeta) también lo es (no es). La voz poética ha abierto otra puerta del sentido justa al finalizar su epopeya lírica. La amada es ella, y la ciudad, y la idea, y la patria, y el arte. La amenaza es que todo se escurre y se disipa. El horror es entonces ser. El poema termina, y el poeta “se termina”: “Solo quiero un hogar / la casa del fuego, / dispuesto a servirte mi corazón de morada” (Ibid.). La confesión es sencilla. Vivir en el fuego es ser en la transformación (del amor, del arte, del sentido, de la idea, de la verdad). La voz no quiere morir.
En “Elegía Franca”, Acevedo nos ofrece un poema de amor que se bifurca en virtud de su ingenio. La amada es centro y reverso de toda aspiración seminal. Por ello la voz poética pugna en ocasiones (deliberadamente) con el rumbo que ha de tomar. Y así le siguen los lectores. Un temor acecha, el final de todo. La ciudad en su decadencia. Las ideas ante su incertidumbre. La patria en su dolor. La verdad por su contundencia. El amor, valor que sirve de sangre al texto, intenta continuamente evitar que la amada muera para la voz, y para los lectores, que, atrapados y secuestrados por la devoción, sentimos el filo de todo alejamiento.
El poema termina. Cada lector suspira finalmente.
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