Arcadia: Un Viaje a la Matriz del Mito y el Lenguaje
- Cuarta Hoja

- May 21
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Updated: May 22
Hablar de Arcadia es adentrarse en un territorio que trasciende el tiempo y la geografía para situarnos en una dimensión donde el verbo se hace carne cósmica y el símbolo se convierte en la argamasa de un universo en perpetua revelación. Este poema no es solo una evocación de la mítica Arcadia, aquel edén de pastores y dioses, sino una reconfiguración simbólica que bebe de la ontología del silencio y la materia primera del cosmos.
El texto se inscribe en una tradición, que quizás le recuerde a la Divina Comedia de Dante, no en su estructura narrativa, sino en su vocación metafísica: pues hay un peregrinaje implícito, un ascenso hacia la comprensión de lo sagrado, de lo innombrable que se esconde tras la imagen poética. Si Dante ascendía al Paraíso entre esferas de luz y conceptos angélicos, aquí el poeta edifica una "catedral de lunas frescas" y "colinas de nácar", construyendo con la palabra un nuevo reino donde la realidad es permeable y las leyes de lo tangible se disuelven en la liturgia de la visión.

Desde su primer verso, Arcadia se presenta como un microcosmos autónomo que ha asumido el universo en su totalidad: "Arcadia tiene el universo blanco." La elección del color no es fortuita; el blanco es el punto de inicio, el vacío que contiene todas las posibilidades cromáticas, la tabula rasa del ser. En esta blancura primordial, el poema se construye como una cosmogonía: "sabe de silencios y de cáscaras, de ese amor fecundado de galaxias". El lenguaje poético se transforma aquí en el acto de creación mismo, donde la palabra no describe sino que genera, donde la metáfora no es ornamento sino esencia estructural de la realidad.
El lector se encuentra con una sintaxis líquida que fluye como un río de símbolos: hay hostias y vinos, planetas y colinas, árboles que resguardan salterios y nubes que ocultan constelaciones. La materia poética de Arcadia no es estática, sino un organismo en metamorfosis constante, un palimpsesto donde las imágenes emergen y desaparecen con la cadencia de un conjuro. En este sentido, el poema se emparenta con las visiones de William Blake, donde la materialidad se entrelaza con la energía divina, o con la exuberancia de un Saint-John Perse, cuyo aliento lírico levanta ciudades enteras de pura imaginería. Sin embargo, es una oda personal que intenta plantear una interrogante filosófica y exaltar el objeto místico desde la palabra misma.
La constante presencia del tiempo como entidad moldeadora es uno de los elementos más inquietantes del poema. "Abre las fauces del tiempo", dice la voz poética, otorgándole al tiempo una cualidad orgánica, casi monstruosa, pero a la vez sagrada. Hay en estas líneas ecos de la visión de Borges, para quien el tiempo no era una línea sino un laberinto, un espejo múltiple donde cada instante se refleja en otro. Arcadia se presenta entonces como un espacio suspendido, donde lo temporal y lo atemporal se abrazan en una danza ritual.
Luego la idea de Arcadia se vuelve más corpórea, adquiriendo un espesor simbólico que la vincula con la materia misma: "Arcadia tiene el corazón como un jilguero abatido / mantra de ánfora y vorágine." La imagen del jilguero abatido introduce una grieta en la idealización del espacio, un recordatorio de que incluso en los paraísos imaginados anida la fragilidad. Sin embargo, es una fragilidad que se convierte en potencia, pues "Arcadia ahora rompe las cuerdas del laúd. / Se compone su propio vestido / y construye un collar ensartado de planetas." Este gesto de autonomía refuerza la idea de Arcadia como principio generador de mundos, una entidad que se reinventa constantemente en un ciclo de muerte y renacimiento.
El final del poema se erige como un himno a la permanencia: "Todo en Arcadia es una semilla abierta. / Todo en Arcadia resplandece." La idea de la semilla abierta es de una potencia filosófica extraordinaria, pues implica un estado de eterna posibilidad. Arcadia no es un estado estático, sino una fuerza en devenir. "Hemos construido un signo / una latitud y una línea permanente": he aquí la proclamación de su existencia a través de la palabra poética.
Arcadia nos convoca a repensar el sentido de la utopía. No es un lugar de descanso, sino un éxtasis continuo, una geografía espiritual donde la realidad y el sueño se confunden. Como en el emblemático "Et in Arcadia ego" de Poussin, la muerte y la vida conviven en su atmósfera. Pero aquí, la Arcadia del poema trasciende incluso esa oposición: es la sustancia misma del anhelo humano, la certeza de que en el lenguaje podemos encontrar una patria donde nunca seremos exiliados.
Finalmente, Arcadia es un texto que intenta desafiar al lector, lo obliga a detenerse y contemplar el lenguaje como un acto sagrado. En un mundo donde la palabra ha sido vaciada de su poder, este poema restituye su función originaria: la de ser puente entre lo visible y lo invisible. Entiendo que no es una lectura fácil, como no lo son las obras de la literatura mística o filosófica, pero en su dificultad puede residir el reto y el interés que se imponga el lector. Aquí, el tiempo, la naturaleza, la divinidad y el lenguaje se fusionan en una composición que no solo se lee, sino que se experimenta.
Una vez escribí el poema en 2016, lo dejé reposando mientras sanaba del dolor de un duelo profundo. Más adelante, sentí la necesidad lúdica de aventurarme en el viaje de una estructura poética que evocara una totalidad histórica y utópica cónsona con las tradiciones literarias y entonces nació Arcadia.
Leer Arcadia es adentrarse en un espacio donde la poesía no es un reflejo de la realidad, sino su núcleo más íntimo. Es, en última instancia, una invitación a recordar que la palabra, cuando es dicha con verdad, tiene el poder de crear universos. Y en este universo que hoy les ofrezco, la Arcadia perdida no es solo un lugar de la nostalgia, sino una latencia posible, un rincón aún por descubrir en el vasto mapa de lo humano y lo sagrado.
Nota de la escritora Zoé Jiménez Corretjer, 2025 Colección Lobo Bueno ISBN: 978-1-942119-19-7



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